La columna de los canillitas, por Carlos Vila (29/11/2020) La alegría no se mancha

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Hace 46 años salté a la calle junto a unos amigos del barrio. Fue para despedir los restos del Gral. Perón. Fue mi primer acto de militancia. Sentí que tenía que hacerme peronista. Mi destino estaba marcado por mi herencia, pero si algo me hizo comprender el por qué fue sin dudas ver el amor de un pueblo hacia una persona. No dudé un solo instante.
Hace 10 años ví como miles y miles de jóvenes también saltaban a las calles para despedir a Néstor de la misma forma. Y creo que a ellos les pasó lo mismo que a mí. Sentimos que nunca más nos iban a resbalar los problemas de las mayorías, de lo popular, de los trabajadores, del país.
Este jueves no fui al velatorio. Pero no pude resistir la tentación de arrimarme a la plaza a, de alguna manera, ratificar la identidad de eso que soy, un trabajador nacido de una familia de trabajadores. Un peronista. Y en Casa de Gobierno se estaban velando los restos de un gran peronista.
Los medios hablaban de una movilización de un millón de personas. Yo pensaba en el velorio de Perón, ya lejano en el tiempo pero siempre presente en mi memoria, y pensaba también en algo más cercano. Pensaba que la última vez que había visto a tanta gente con tanta tristeza fue el día que murió el flaco.
Esta vez, como las otras, la gente caminaba y lloraba por las calles. Otros y otras cantaban. Fue explosivo, no se sabía qué hacer pero se sabía que había que hacer algo. Había que salir. Había que expresarse.
Ni bien se salía se encontraba el rumbo. Un rumbo colectivo que se definía andando, por el encuentro con el otro. Nacían abrazos y diálogos entre gente que no se habían visto nunca. Y no hacían falta presentaciones ni conocerse de antes.

¿Cuándo alguien se mete en el corazón de un pueblo? ¿Cuándo la razón pierde el sentido? ¿Cuándo un hombre o una mujer pasan a ser adoptados definitivamente por las masas?
Cuando una persona pasa a ser un mito. Cuando el canto de la gente reconoce como un grito de triunfo el nombre de alguien:
– Perón, Perón!!!
– Néstor, Néstor!!
– Maradó, Maradó!!

Era un ritual íntimo, profundo y sentido. Pero colectivo. La gente vestía todas las camisetas que escribieron su historia: la de Argentinos Juniors, la de Boca, la de Newells, la del Barza, la del Sevilla, la del Nápoli, y mucha pero mucha camiseta de la Selección Argentina.
La escena se repetía, con matices. Pero permanentemente se pasaba del llanto a los saltos y la alegría.

¿Tanto puede generar un jugador de fútbol?
No. Claramente no. Pretender encasillar a Diego como un astro del futbol es no entender la totalidad de la película.
Maradona es, desde lo futbolístico, un ícono inigualable. El reinventó el juego. Incluso nos debemos una discusión sobre qué pasó con el cambio de perfil del consumidor de fútbol, y cuánto tuvo que ver él con ese cambio. Cuando éramos chicos el fútbol era practicado y consumido por las clases populares. Hoy no hay distinción de clases, todos los sectores sociales consumen fútbol. Y este fenómeno en Argentina comenzó a pasar a partir de la década de los 90. Los anunciantes lo saben muy bien.
Su último partido fue justamente en la década de los 90. Hace más de 20 años que se retiró del césped. Sin embargo siguió jugando. Lo único que dejó fueron los botines. Pero siguió siendo el artista.
Lo que se vio en las calles estos días fue un acto de reverencia y agradecimiento eterno hacia un conductor natural. Hacia un líder que toda su vida hizo política sin ninguna pretensión ni especulación política. Con una infinidad de contradicciones, pero con la certeza absoluta de que era imposible encontrar en él alguna traición.
Era un irreverente. Un adelantado en muchos temas. Hace años que planteaba la necesidad de que el Estado les exigiera una mayor contribución a quienes más tuvieran, y se ponía en la mira. “Muchos como yo podemos y tenemos que aportar más”, decía. Un tipo que no sólo le dio todo a sus amigos y su familia, sino que además no dudó en abandonar su zona de confort para pelear por distintas causas a favor de los que menos tienen.
Fue un provocador. Un gran creativo de la provocación. Hay anécdotas maravillosas que lo pintan de cuerpo entero, como cuando les estacionó un semirremolque en la puerta a sus vecinos multimillonarios del Barrio porque se quejaban de los ruidos que él hacía. Él les enseñó a muchos cuántos pares eran tres botas.
Mostró siempre con orgullo a su padre como un laburate, y a su madre como un ser hermoso capaz de hacer cualquier sacrificio para garantizarle la comida a sus hijos. Esa reivindicación de sus orígenes y la valentía de tocarles el tuje a los más poderosos es lo que se celebra.
Fue el rico más pordiosero. En algún punto una especie de súper héroe de estos días, un tipo que nunca perdió el barrio. Fue un rico que nunca dejó de ser pobre. Disfrutó y alimentó que lo odiaran los aspirantes a la oligarquía, a quienes despreciaba.
Reivindicó hasta el cansancio su identidad peronista. Generó vínculos y se trataban de igual a igual, de grande a grande, con Néstor, con Cristina, con Chávez, con Fidel, con Lula, con Evo, con Francisco… Se tatuó al Che en su brazo y lo lucía como un Rolex de oro. Fue un embajador argentino, y para nosotros fue un embajador del sindicalismo. Intentó armar el sindicato de los jugadores. Se enfrentó con Grondona, con Macri, y puteó contra el ALCA en Mar del Plata. Defendió a los jubilados a muerte. Y hasta se acercó al quiosco de un canilla a tomar mates.

Diego fue el mejor intérprete de nuestro pueblo, y el gran generador de enormes alegrías. Esta no fue la despedida del mejor jugador de futbol del mundo de todos los tiempos. Esta fue la mayor manifestación pública para dejar asentado que la alegría no se resigna. Usando casi sus palabras, podríamos decir que la alegría no se mancha.
Hasta siempre Diego. Te vamos a extrañar.